Música
Tomás Bretón

Libreto
José Feliú y Codina

Despechada

   Tomás Bretón luchó por una ópera nacional y murió con la pena de ver cómo se le recordaría por una obra menor, su sainete lírico “La verbena de La Paloma”. “La Dolores”, ópera en toda regla, fue estrenada en el Teatro de La Zarzuela un año después, en 1895, y regresa al mismo escenario tras más de ocho décadas (también fue representada allí en plena Guerra Civil, 1937) para celebrar el centenario del fallecimiento de su autor. Cuentan que José Feliú i Codina tomó el argumento de una canción popular escuchada circunstancialmente y compuso el drama rural que Bretón luego tradujo a la forma que conocemos.

   En tres actos se narra la historia de una hermosa bilbilitana que, pretendida por cinco candidatos, ha de arrostrar las consecuencias de los infundios que un cantar de desprecio le acarrea. Se afronta semejante reto con un despliegue de medios humanos y técnicos que sólo producciones públicas pueden asumir. Saioa Hernández, en el primer reparto, da voz y presencia a la protagonista por antonomasia con una imagen rotundamente teutona muy adecuada a la opción que Amelia Ochandiano, directora escénica, tomó respecto al lugar y al tiempo de este montaje: capital de provincias indeterminada en la década de los años cincuenta. Acompaña Guillermo García Calvo, con su sabia batuta, en la dirección musical. Hay, naturalmente, orquesta, coros y cantador, rondalla, cuerpo de baile, acróbatas… Se trata de una ópera compleja en la que cinco protagonistas masculinos (reto) cantan esta partitura ya alejada de registros románticos e inmersa en el verismo, con ecos de Wagner y contemporáneos.

   Guillermo Sánchez Cuerda firma la escenografía. Los decorados son sencillos y polivalentes, sin asumir riesgos en las escenas centrales, con el valor simbólico no sólo del cromatismo y la presencia de amplios espacios vacíos en los que la acción se desarrolla. Se utiliza la sugerencia de lo no visible para gestionar medios y la técnica se incorpora en alardes visuales de semántica oculta, acrobacias y descendimientos no imprescindibles. La iluminación y el sonido, limpios y eficaces, facilitan el disfrute de un montaje tan plural. El neutro vestuario no aporta rasgos significativos. 

   Con un necesariamente largo primer acto (la presentación de los personajes de un reparto semejante lo requiere), se asiste al desfile de tipos populares del microcosmos rural. Las voces componen un abanico de varillas desiguales y paisaje común en su perspectiva. Además de las cumbres ya coronadas (jota y dúos incluidos) y exploradas adecuadamente en esta ocasión, el resto del montaje puede parecer, dentro del excelente contexto, en ocasiones largo y anodino, con soluciones musicales carentes del don de la melodía de otras óperas europeas.

   Apuesta rica y arriesgada, merece la pena que, con el pretexto de un aniversario, se rescate una ópera genuinamente española y que el personaje ya mítico en nuestro imaginario colectivo salte de un cantar popular a la dignidad de la ópera, se represente y se aplauda. El Teatro de la Zarzuela, en su esfuerzo global, no merecía menos.

Lo mejor:

La integración global de artistas en un proyecto rico.

Lo peor:

La neutralidad del vestuario.