Teníamos ganas de asistir a este preestreno, que ya llevaba algún tiempo levantando expectación entre la gente habitual del teatro, incluso sabiendo que como tal estaría expuesto a los titubeos y balbuceos de una criatura recién nacida y con esta premisa nos adentramos en el universo López.
Nos gusta el plural. Abre un abanico de varillas multicolores que, además de refrescar, distrae y nunca es igual. Estos “Amores” son diversos; no se trata de un único concepto monolítico de amor convencional, tan loado y cantado, sino de una costumización de ese combustible vital, personalizado y vivido, práctico y útil.
Hay mucha pedagogía en esta creación de Fernando J. López. Ya desde el comienzo expone con eficacia y rapidez sus parámetros espacio-temporales. Con pocas frases nos sitúa en el entorno de una familia culta construida sobre pilares firmes pero falsos. Con técnica de incrustación inserta como cuadros otros episodios de ensoñación, flashbacks, diálogos en ausencia, etc. De este modo, logra que un recurso tan estático como el monólogo se vista de ropajes de acción y consiga dotarlo de más movimiento. El pretexto es evocador: la entrada de una hija en el espacio privado del padre tras su fallecimiento. No hay aquí sorprendentes hallazgos de pasados inconfesables; hay reflexiones y reproches, silencios antiguos e imposiciones, sufrimiento y mentira. Fernando vierte sus códigos/fantasmas/obsesiones con la naturalidad y la firmeza que este ámbito privado le permite a la actriz. Se agradece una mirada limpia en la defensa de la visibilidad como arma eterna frente al pensamiento único. Aquí no hay morbo barato, no cabe el escándalo bienpensante de los guardianes de la moral frente al testimonio de un amor sincero, sin apellidos que desvirtúen la profundidad de sus cimientos
Rocío Vidal defiende con solvencia un reto nada fácil (monólogo) con exigencias de esfuerzo casi circense. Dice bien su papel y aborda distintos registros con éxito. La escenografía es sencilla pero eficaz: plafones de libros siempre arropan bien cualquier ámbito literario. Hay una buena arquitectura expositiva en esta obra; nada es casual, todo está en su sitio; Quino Falero domina bien su territorio: la unidad de espacio y tiempo y, como en todo buen teatro, nos encontramos, tras la catarsis, tras otra noche de vino y rosas, con la resolución consecuente y la transformación de un silencio enquistado en germen de horizontes más luminosos. Apreciamos la limpieza de Fernando, su ser consecuente, su lenguaje claro, su maestría técnica y la integridad de su mensaje en defensa de la riqueza de las opciones frente al silencio culpable y uniforme. El teatro siempre debería ser así, diverso y plural.
Autor: Fernando J. López
Dirección: Quino Falero
Intérprete: Rocío Vidal