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DOS CARTAS -JOYA

 

lola y maria

María Velasco y Lola Blasco

El pasado 11 de junio, con motivo del encuentro  «Dramaturgas  Españolas: Del Siglo de Oro al momento 3.0 (la invisibilidad permanente)»   y para finalizar el acto, pedimos a nuestras invitadas que escribieran una carta-homenaje a todas aquellas dramaturgas que las habían precedido. Y el resultado fueron estas dos cartas-joya que aquí os mostramos, fruto de la generosidad de Lola Blasco y María Velasco.  ¡Disfrutadlas!

 

CARTA A LAS DRAMATURGAS QUE ME PRECEDIERON.

Por Lola Blasco

 

Me han pedido que escriba una carta breve para hablar hoy, aquí, de todas aquellas mujeres dramaturgas que me precedieron. Y les ruego que me disculpen, porque no soy una buena oradora. Lo mío es al dialéctica. Por eso llevo días pensando: ¿qué podría decirles yo a esas grandes mujeres que me precedieron? Pensando… ¿qué podría decirme a mi misma? ¿Qué me gustaría que me hubiesen dicho? ¿Qué podría decirles a ustedes? ¿Qué podría decirles, en definitiva, a aquellas que me seguirán? Y a cada pregunta que me formulaba, me respondía con otra pregunta, y detrás de esa otra, y otra… Ya les he dicho que lo mío era la dialéctica. Hasta que me he dado cuenta de que, precisamente, en eso se basa la cosa en sí del teatro. En el arte de la conversación. Del diálogo. Y teniendo yo esta inclinación a preguntarme cosas, este deseo de conocimiento, no era de extrañar que hubiera acabado ejerciendo una profesión rara, minoritaria,  y ante todo solitaria…  Pero no de esa soledad que envuelve con un halo de romanticismo a los escritores, no, hablo de esa otra  soledad que nada tiene de romántico y mucho de dolorosa, pues aunque auto-impuesta, implica alejarse de la norma que a las mujeres les impone el discurso moral y patriarcal. Una norma que no es otra que la de la retórica del silencio. Virtud femenina con la que rompieron, por suerte, muchas pecadoras antes que nosotras ya que, como dijo en algún momento sor Juana Inés de la Cruz: “es necesario ponerle algún breve rótulo para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si no, dirá nada el silencio, porque ese es su propio oficio: decir nada”. Yo, teniendo en cuenta la temática de la charla de hoy, deseo también romper el silencio, tender mi mano y dialogar con aquellas que me precedieron, nombrar, en voz alta, algunos de los nombres de las que ya en el Siglo de Oro osaron romper con el silencio que la sociedad les impuso por su género, mujeres como Ana Caro de Mallén, María de Zayas, Leonor de la Cueva y Silva, la propia sor Juana Inés… tantas otras… Deseo tender mi mano, dialogar, con a todas aquellas a las que nos se les reconoció su éxito, aquellas a las que se les obligó a destruir sus manuscritos, aquellas que permanecieron en la sombra del anonimato, que no firmaron sus obras, mujeres como María Lejárraga. Deseo tender mi mano a esas mujeres que vivieron solas, porque no quisieron entender una vida dedicada a las tareas del hogar, porque no quisieron entender, o porque no las entendieron, y de ahí que la mayoría de estas mujeres, muriese en la más absoluta ruina. Y es que no sólo osaron romper con el silencio, sino que además se atrevieron a hacerlo dentro de la profesión teatral, esa profesión de putas, rompiendo doblemente los prejuicios sociales. La puta, si culta, dos veces puta. Que ya lo rezaba María Zambrano en sus cartas inéditas a Gregorio del Campo: “quiero ser tu hetaira”, pues en su tierna adolescencia ya sabía la filósofa y, ocasionalmente, dramaturga, que era privilegio de aquellas prostitutas recibir educación y placer sexual. Sí, quisiera coger de la mano, a todas ellas, a todas, con el intento de redimir el papel que dichas mujeres tienen en la Historia del Teatro, y también porque así me siento menos sola. Compañeras de fatiga, compañeras, gracias por vuestra valentía y vuestro buen hacer, pues yo creo que el teatro es Continuidad, tal y como defendía Ortega,  diálogo… Y  creo que, quizás, si les doy hoy la mano a mis compañeras dramaturgas, también es un forma de redimir a todas aquellas a las que nunca cogieron de la mano. Gracias a todas por elegir el Teatro, el arte de la dialéctica, y confiemos en que un nuevo sol pueda brillar para esas, las que están por venir.

 

LA QUE PUDO HABER SIDO.

Por María Velasco

He incumplido, y no, la propuesta de los organizadores, escribiendo un decálogo, que tampoco lo es estrictamente. Quería dirigir un no decálogo a una destinataria en el pasado: “escribo –decía Stendhal– para una decena de almas a las que quizá no veré nunca, pero que adoro sin haberlas visto” (y ojalá también pudiéramos escribir para las almas, no solo de los presentes y las futuras, sino para las de los ausentes: y sobre todo, las que ya no están.

A quién escribir, pensaba, mientras una mosca, muy muy pesada por la calor, me echaba de la cama, estrellándose una y otra vez.

Entonces pensé en mi abuela (no porque quisiera escribirle a ella), mi abuela paterna, la señora Secundina, que tuvo una trifulca con mi abuela materna el mismo día de mi bautismo. Representaban las dos Españas. Secundina, más conocida como Secun, que era la republicana, quería bautizarme Esmeralda. Obviamente no se salió con la suya y volvió a vencer la España nacional. Yo apenas conocí a esa abuela casada con un rojo peligroso que le daba no pocos disgustos, de la que dicen que lo mismo reía que lloraba, y que tenía una tendencia exagerada a inventar los recuerdos o recordar inventos. Una dramaturga frustrada, tal vez.

Hoy, escribe Esmeralda. La que pudo haber sido y no fue. ¿Un nombre cambia las cosas? Como escritora no puedo más que creer en la capacidad fundacional del verbo. Un nombre, una génesis. Esmeralda escribe, pues, de lo que pudo ser y no es, también, de lo que cree que debería ser. Aquí su decálogo: mío y no, de Esmeralda y no.

  1. Esmeralda se cuestiona a sí misma cada vez que acude a una mesa de género, o que se la cita a un evento como “vagina”. Porque Esmeralda tendrá lo que tenga ahí abajo, pero siente que necesita un género solo para ella sola. Siempre ha detestado la heteronormatividad: los hombres muy masculinos y las mujeres muy femeninas la aburren profundamente. Tampoco simpatiza con los homosexuales que no entran alguna vez al armario (por ver lo que hay ahí) ni con las lesbianas safistas en exceso. Desde pequeña, en la arena del colegio, jugó con los niños que pasaban del balompié y las niñas que pasaban de las cartas perfumadas. A las canicas jugaban. Aún se siente en la arena, en la periferia, y cree en la sexualidad como devenir.
  2. Pero Esme sabe que estas mesas y discusiones son aún muy necesarias, como la discriminación positiva. A veces, cuando se siente convocada, programada, publicada, por porcentaje, se siente culposa, le gustaría esconderse debajo de un burka, pero luego se pone una minifalda. Por Secundina, por Cristo-hembra, por las niñas que no se sueñan escritoras todavía porque piensan que el escritor es algo parecido al Dios del antiguo testamento, “barboso” y en la cincuentena. No basta con serlo, hay que parecerlo: evita los colores vivos, evita la ropa sexy.
  3. Esmeralda se siente privilegiada por vivir en la burbuja de oxígeno que es la cultura. Sin embargo, sabe que los cultos no están libres de ese pecado arcaico (¿biológico?), que es el sexismo. Cuando la programaron en el CDN, le hicieron una entrevista por ser la más joven de la temporada. Los entrevistados eran ella y el más viejo. La vieja gloria, gloria vieja, le preguntó varias veces: ¿actriz? Después de dirigirle consignas muy desalentadoras, le dijo que si quería llamar la atención lo mejor era desnudarse. Se dice el pecado pero no el pecador. El eminente profesor siempre había tenido escarceos con sus alumnas (su especialidad eran las chicas Telva, a las que repulía a la manera de un Pigmalión, a su imagen y semejanza). La menor disidencia intelectual era un aguijonazo para su ego.
  4. Otra gloria vieja, vieja gloria, le reprochó a Esmeralda, en una mesa como esta, que su teatro era intelectual. Esmeralda no siente ningún respeto por un estilo (o género) que se pretende las tablas de la ley, y que no debería nombrarse naturalismo, ni siquiera realismo, sino campechanismo. En un libro de texto de su madre, ama de casa siempre, que pasó su primer ocio en la Sección Femenina, Esmeralda descubrió la siguiente frase: “no hay que ser una niña empachada de libros, no hay que ser una intelectual”. Esmeralda se empachó de libros (precisamente) para fugarse (mentalmente) de casa: la casa de las palabras, el lenguaje materno. Aprendió otra lengua que no era extranjera.
  5. He hablado de las dos Españas. ¡Ay, los dualismos! Dos Españas, dos sexos… qué pocos… Siempre que hablamos del franquismo, incluso cuando hablamos de las víctimas del franquismo, concedemos un lugar menor a la denigración de la mujer en el fascismo. Lo que mi madre y mis tías, que mamaron del nacional catolicismo, vivieron, es una ablación psicológica. Cuando me pongo a exhumar las letras de las republicanas, tiemblo al constatar cuánto hemos retrocedido… y seguimos. Sanchis Sinisterra, a pie de calle con su NTF, corrala pintoresca de blancos y negros, amateurs y profesionales, me descubrió la vida y la obra de mujeres como Teresa Toral o Amparo Poch. Hacen falta historiadores pintorescos, historiadores de ficción y no ficción, para dar continuidad a estas exhumaciones. Hacen falta muchos tupperware, donde se ponen los huesos de los doblemente muertos, con nombre de mujer.
  6. Esmeralda se apuntó a danza a los treinta años. ¿Ahora vas a ser bailarina?, le preguntaron en su casa. Pero Esmeralda solo quería reconquistar su propio cuerpo y el de sus, digamos, “ancestras”. Esmeralda habla mucho del cuerpo y sus fluidos (el flujo, la regla, el orgasmo femenino) y del sexo en sus obras. ¡Joder, no hubo aún una Marquesa de Sade! El otro día vio a Patricia Caballero, conocida por sus trabajos con Israel Galván, derramando leche de sus pechos en un teatro y ofrecerla a sus espectadores, y lloró de alegría. Le pareció estar viendo a una bacante que, en lugar de comer, se daba a beber. Esmeralda también necesita ver (y hacer ver) pechos como los de su hermana, reconstruidos después de una mastectomía, en el peep show antisistema que debería ser el teatro, y desnudos como el de Helena Córdoba. Topografías y no Photoshop, gracias.
  7. Esmeralda piensa que más que dar visibilidad, lo importante es que se deje de invisibilizar el trabajo de las mujeres. Es una forma de censura (me da igual que sea inconsciente) que opera de una manera sutil y embrutecedora. Hagámonos una sola pregunta: ¿quién es ahora mismo el autor de teatro español –pongan las arrobas que correspondan– más reconocido a nivel internacional? Angélica Liddell. Su nombre no aparece en los temarios de la Real Escuela Superior de Arte Dramático. ¿Por el tipo de lenguaje? Abriría una discusión aquí sobre poéticas coloniales, aristotelismo y patriarcado, aristotelismo y falocracia, campechanismo, en definitiva, normatividad y machanganería, pero, como esto se alarga, basta decir que Angélica también tiene en su haber obras como Belgrado, que son una piécè bien faite. Los referentes femeninos de Esmeralda los halló extramuros de la escuela, empachándose de libros… ¿raros?

NOTA: Productores, programadores, gestores culturales: no hagan ciclos con títulos pomposos como “mujer y libertad”, simplemente, y de una vez por todas, acaten la ley de paridad.

  1. Cuando Esmeralda imparte talleres, para compartir ignorancia, pero también filias, da a leer a Sylvia Plath, a Marguerite Duras, a Sarah Kane, a Elfriede Jelineck… que ya son viejas amigas. Todas ellas saborearon/saborean las mieles literarias, pero todas ellas también son víctima, con mayúscula, de la ambigua condición de la mujer en Occidente. Lo ponen por escrito, poniéndose por escrito: un sentimiento de desviación (de vulva culposa) dentro de la nouvelle cuisine patriarcal del siglo XXI, que incluso ha generado un feminismo a su medida, uno que no molesta mucho.
  2. Las teorías de género, el queer, el transfeminismo son de los pocos bastiones de pensamiento crítico en pie. Pero para desbordar ese lugar estanco que el patriarcado le ha otorgado, el feminismo occidental tiene mucho que aprender de los feminismos periféricos. Siempre la periferia. Esmeralda es muy fan del feminismo gitano: “Gallardón, Gallardón, en mi jojoy mando yo”, y una de sus pensadoras favoritas es la egipcia Nawal al Saadawi, doctora y psiquiatra, pero también novelista y autora de teatro, que dice: “para ser feminista, no basta con ser mujer”, “no divido a las personas por sus órganos genitales sino por lo que hay en su cabeza”, y define el feminismo como “liberar la mente del sistema patriarcal, de la religión y del capitalismo”.
  3. Las obras más significativas del siglo XX –dice Juan Goytisolo, que habló de bisexualidad con Esmeralda tomando un té– son “a la vez poesía, crítica, narrativa, teatro, etc.” Esmeralda, que adora la transgenericidad en el arte y la vida, utilizaría las mismas palabras con las que cataloga las obras de teatro que más le gustan para definirse, o más bien inventarse: forma abierta, desorden cerrado, cadáver exquisito o Frankenstein…  Va a volver al purgatorio, hasta que otra mosca le meta el dedo en el ojo. “Ahí te quedas, avatar mariano. Utiliza el verbo para huir del nombre”. En su purgatorio, parecido al del El Jardín de las Delicias, hay tantos géneros (grupos humanos pero también categorías literarias) como personas.