Laberinto de intenciones.

    El Teatro de la Abadía, la Sala Beckett y el Institut Valencià de Cultura coproducen, dentro del Festival de Otoño de la Comunidad de Madrid, El lector por horas de José Sanchis Sinisterra, tal vez el autor español más influyente de las últimas décadas que continúa en su dinámica de didactismo, agitación y dramaturgia, siempre con voluntad crítica pretendidamente alejada de reduccionistas sistemas binarios. Guión escrito en 1966 y estrenado en el TNC en 1999, se trata de un “texto capital de nuestra literatura, profundamente humanista por la confianza en los espectadores; una de las piezas más interesantes de la dramaturgia europea de las últimas tres décadas” en palabras de Juan Mayorga, 

   Celso contrata a Ismael para que lea novelas a su hija Lorena, ciega. A partir de este planteamiento inicial se entreteje una red narrativa de teatro dentro del teatro en la que una Scheherezade aggiornata/Medusa de tres cabezas construye una macroestructura a partir de la escasa veintena de pequeñas historias relatadas, cada una de ellas una isla autónoma, una obra en sí misma. El poder evocador y creador de la palabra y el valor del otro en el proceso generador de la realidad son ejes en el proceso de la génesis. Es una obra muy lingüística, en la que la teoría de la comunicación y la literatura, su valor terapéutico, el sistema de oposición, estructuras superficial y profunda, el contraste entre expresión y contenido y la arbitrariedad del signo lingüístico se dispersan explícitamente manifestados por todas partes, siempre bajo el poder demiúrgico del escritor y su palabra.

   Carles Alfaro dirige esta producción con el manifestado convencimiento de ser “una obra compleja y difícil, a la que no te puedes asir de una manera confiada, que no te acomoda. Es una obra extrema, muy pinteriana en el uso y el significado de las palabras y gira a partir de los enigmas; abre enigmas y se descontrola.” El reparto de este viaje con muchos transbordos, compuesto por Pep Cruz, Pere Ponce y Mar Ulldemolins, funciona en una especie de simbiosis organicista y logra erigir el frágil esqueleto de la obra, a pesar de su concepción fragmentaria y de otorgar el poder creativo al público. Los tres son transmisores, se cuestionan su intervención como catalizadores neutros en la dinámica del mensaje y otorgan la potencia transformadora a la palabra que portan dejándose permear. El mismo autor afirma que no es necesario que se entienda todo en este texto horizontal que empodera al espectador.

   La escenografía no deja nada al azar: desde el valor semántico de la monocromía de vestuario y decorado hasta el uso de la tenebrosa iluminación y los inquietantes ambientes creados por la extraña música incidental, todos ellos al servicio de la recreación de los universos interiores e incluso físicos de los personajes. Hay una evolución en ellos: su relación triangular se reacomoda con todos los giros inesperados e incluso con un intercambio de papeles, planteamiento de relaciones de poder y sumisión bajo un concepto sadomasoquista en el género del thriller psicológico, tan de moda en la década de su escritura.

   Obra fragmentaria, con numerosas escenas, rupturas del ritmo e interrupciones. Carles Alfaro confiesa que es “incómoda para el espectador y los actores” desde una concepción clásica del hecho dramático. Se abren muchas puertas y otras permanecen eternamente cerradas sin explicación. Sanchis Sinisterra es un niño juguetón que nos lanza la pelota para que juguemos e incluso dictemos las reglas de este nuevo juego cargado de enigmas que comienza en cada función y en el que no se puede pretender la claridad.

Lo mejor:

La inocente perversidad de los personajes  junto a a iluminación, incómoda y refinada.

Lo peor:

 La irregularidad del ritmo y algunos momentos interpretativos restan frescura y credibilidad.